Móviles y tecnoadicciones, los gozos y las sombras



Hace unos años, escribí este artículo para la revista Ágora. La actualidad de las noticias de referencia se quedó desfasada con el retraso de la publicación por la pandemia; hoy, pese a esa supuesta incongruencia noticiable, su contenido sigue vigente porque es recurrente y los medios aprovechan cualquier ocurrencia política o intelectual para resucitarlo.

Móviles para educar: aprendo por derecho

De vez en cuando salta el titular y reabre un debate que ya debería estar superado; el más reciente proviene de la Comunidad de Madrid y la edición de Público.es del 23-12-2019 rezaba así: “La Comunidad de Madrid prohibirá los móviles en los centros educativos a partir del próximo curso”. Las razones del gobierno autonómico son tan loables como discutibles: la mejora de los resultados académicos al impedir las distracciones que provocan y evitar el ciberacoso. La polémica viene de lejos: en Francia, tras un año de anuncios por parte del presidente Macron, l’Assemblée nationale prohibió su uso en centros educativos a finales de julio del 2018 y en la Vanguardia de 3-9-2018 puede leerse: “Francia vuelve al colegio sin móviles en las clases”, las razones eran más o menos las mismas que las alegadas en Madrid, igual de loables, igual de discutibles.

Mi  primer impulso es criticar estas medidas por populistas, que algunos gobiernos postmodernos administran la postverdad educativa más mediante titulares estentóreos que con medidas basadas en los estudios de especialistas y en el diálogo con la comunidad educativa. Es cierto que el uso que niños y niñas, adolescentes y jóvenes hacen de los dispositivos es discutible y lo es, en parte y precisamente, por razón de su edad:  los adultos también hacemos una práctica cuestionable de la tecnología, pero nuestro uso de razón legal nos da patente de corso para emplearlos como nos venga en gana y si contestamos un WhatsApp o  hacemos una llamada sin manos libres mientras conducimos, se da por descontado que forma parte de nuestra libertad de obrar, lo mismo que cuando, amparados en el anonimato que proporcionan las redes, saltamos la sutil barrera que separa la disensión del insulto y convertimos la crítica en menosprecio o difamación en las redes sociales.

Que los menores de edad hagan un buen uso de las tecnologías que evite la preocupante adicción al móvil (recordemos que, según el portal “kelisto.es”, alrededor del 18,2% de los adolescentes entre 12 y 17años presentan algún indicio de adicción a Internet[1] y que, según diversos estudios, alrededor de un 8% son adictos al móvil o a Internet hasta el punto de requerir tratamiento psicológico o psiquiátrico) se convierte  en una cuestión de estado y de gobierno y así debe ser porque educar es una cuestión de estado y de gobierno. Pero hay que poner las cosas en su justo término y distinguir entre el uso (lo que hacemos la mayoría, seamos o no adolescentes), el mal uso (la utilización para acosar en una mayor o menor medida que va desde el insulto hasta la amenaza continuada pasando por la difusión de información o imágenes dañinas para terceros, el menosprecio, la difamación, el aislamiento de otros en las redes; la publicación de contenido propio inadecuado como la sexificación cada día más presente en las fotos adolescentes y preadolescentes; el juego y las apuestas; el control del enamorado o la enamorada…), el abuso (excesivo tiempo de dedicación condicionante de otras tareas sean escolares, relacionales o domésticas, el abandono de actividades de ocio socializado, la práctica exaltada sin llegar a ser compulsiva, la irritación si la conexión es imposible o el anhelo expectante de tener tiempo o espacio para conectarse…) y la dependencia, que se caracteriza, como en las demás adicciones, por el uso compulsivo y vital, la incapacidad para controlar el tiempo, los trastornos originados por la abstinencia, el grado de tolerancia (cada vez se necesita con más frecuencia), el abandono de otras fuentes de diversión…

Llegados a este punto, es preciso desactivar algunas alarmas y aplicar el sentido común: todo lo antedicho es cierto, tan cierto como lo es que el uso de dispositivos móviles es educativo y mejora el aprendizaje. Usar el móvil en el aula distrae, claro que sí, cuando alguien lo saca para leer o enviar mensajes subrepticios o mirar no sé qué en Internet, igual que la tercera autoridad del Estado Español lo utilizó para jugar al Candy Crush y matar el tedio que le provocaba el discurso presidencial en una sesión que ella misma presidía, igual que nos distraíamos en la escuela de los años sesenta pasando papelitos con mensajes o que escondíamos tebeos entre las páginas de los libros para ir aguantando la mañana… Usar el móvil en el patio perjudica ese momento que debería de ser de actividad física o relajada para recomponer el ciclo de la atención, pero para eso los patios tienen que estar dotados de juegos que potencien ese esparcimiento, lo mismo que los creativos de las empresas tecnológicas tienen salas lúdicas contiguas a sus despachos y un rato de ping-pong puede llegar a ser más productivo que una mañana en el rincón de pensar.

Si enumero lo que con mi alumnado hemos producido con el móvil puedo pecar más de pretencioso que de realista y, aún así, olvidaré actividades constructivas de pequeñas tareas competenciales o de proyectos más ambiciosos, pero me arriesgo: consultar una fuente de información y distinguir entre la realidad y el bulo de la posverdad, colaborar (en clase o desde el pueblo) en un entorno digital compartido en la nube, aplicaciones educativas que abarcan cualquier materia y cualquier nivel; lectura de marcadores de realidad aumentada que amplían los horizontes del aprendizaje (y aportan a la lectura de la vuelta al mundo en 80 días, por ejemplo, una dimensión viajera hacia los escenarios de la novela); medir distancias o superficies o temperaturas o niveles de ruido o inclinaciones o cualquier magnitud medible para analizar y obtener conclusiones; leer, escribir, comunicar, crear y compartirlo con iguales y con el mundo; almacenar imágenes de una visita a la Aljafería, por ejemplo, añadir impresiones sobre el terreno o grabar las explicaciones de la guía y reelaborarlo en cooperación de regreso al aula; inventariar el arte de los pueblos de procedencia, documentarlo y geolocalizarlo en un mapa público y compartido o documentar en ellos acontecimientos históricos, accidentes geográficos, estudios demográficos o climáticos, lugares de interés geológico o los sitios de procedencia de grupos escolares cada vez más diversos en su nacionalidad; grabar narrando una sesión de prácticas en el laboratorio y recordar para siempre ese experimento o entrevistar a una madre inmigrante o producir un programa de televisión en youtube que se titule los de mi pueblo por el mundo, aprovechando algún regreso de los emigrantes de aquí, que los hay, haciendo hincapié en sus motivaciones o sus condiciones de vida documentando el lugar de acogida siempre hostil; publicar el resultado de sus investigaciones en un blog y explicarlos a otros centros en las mismas andanzas; crear rúbricas de evaluación, autoevaluación o coevaluación para valorar sus productos finales; conseguir que twitter sea la poesía pura de Juan Ramón o crear un muro de facebook para comentar los libros leídos o suplantar en las redes actuales las conversaciones que mantuvieron Cristóbal Colón y su tripulación en ese viaje donde la “tierra a la vista” se resistía en llegar; participar en videoconferencias, foros de debate, concursos… Hasta hablar por teléfono hemos conseguido con los móviles en el aula, con una personalidad a la que el grupo quería entrevistar, aunque, reconozco, lo hicimos por skype; luchar contra el ciberacoso, porque el ciberacoso sólo se puede combatir desde un respeto que se educa mediante los mismos dispositivos desde los que se produce el daño. Enrevesado trabajo combatir el acoso o la adicción si no se forma en un uso racional, ético, razonable, respetuoso, informado, saludable, coherente… y, también, libre, (¿por qué no?) de los móviles. Dar por supuesto que prohibirlos en el centro evita el acoso o la adicción es una insensatez que ignora la realidad de una escuela para la vida.

Mi experiencia, concluyo, es positiva: porque integrar los dispositivos móviles en el aula no es un capricho sino una exigencia de aprendizaje en aulas donde la vida es un aliciente en lugar de ser un obstáculo, donde no manda el libro de texto ni la obligación de llegar hasta la lección 10 antes de Navidad, donde se aprende por derecho y no por obligación porque el aprendizaje importa más que el contenido; en esas aulas, los dispositivos son aliados y no enemigos, porque esas aulas sólo encuentran aliados. Claro que hay que utilizar el móvil en las aulas, cuando sea necesario y solamente cuando sea necesario para un aprendizaje más rico, porque la ciudadanía digital en la que estamos irremediablemente inmersos necesita personas educadas en un pergrinaje digital donde todo el mundo pretende pescar y la ciudadanía del mañana no quiere ser pez de ningún anzuelo. En ese empeño nadie está tan capacitada como la escuela para educar en las tecnologías para el empredimiento y la participación.

José Ramón Olalla
Maestro



[1] Elaborado a partir de los datos del INE a 1-1-19, la “Escala de riesgo de adicción-adolescente a las redes sociales e internet: fiabilidad y validez (ERA-RSI)” de la Universidad del País Vasco y publicado en mayo de 2018 y de la Encuesta sobre Uso de Drogas en Enseñanzas Secundarias en España (ESTUDES).


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