Humanismo tecnológico

Ya puede descargarse el número 30 de Forum Aragón, un monográfico de reflexiones y experiencias en torno a la escuela del COVID-19. Sin ponernos de acuerdo Coral Elizondo y yo hemos coincidido en titular nuestras intervenciones con una referencia al rostro humano de la educación. Allí estamos con Raquel Sánchez Nieto, Lourdes Alcalá, AEDIPA, Fernando Andrés Rubia, Iker Algarate, Pedro Molina, Libros que unen, Juan Antonio Rodríguez, Elia Salomón o Cristina Burriel.


Reproduzco mi participación en la revista

Humanismo tecnológico

Jueves 12 de marzo de 2020, 15:30 horas, IES Rodanas de Épila, a esa hora comenzaba la que iba a ser mi última sesión presencial de formación del profesorado por este curso y, muy probablemente (si el mes de septiembre no trae horizontes más optimistas), de mi vida profesional como asesor de competencia digital y como maestro.  “El viento se llevó los algodones a las cinco de la tarde” -escribió Lorca- y durante la comparecencia del Presidente Lambán comenzaron a sonar avisos de mensajes en los teléfonos móviles de las profesoras que participaban en la sesión, “Y el óxido sembró cristal y níquel a las cinco de la tarde”: el viernes iba a ser el último día de presencia en los centros educativos y comenzaba así una vorágine comunicativa que no ha parado hasta hoy y que me ha dejado muchas evidencias y otras tantas dudas que comparto por pura necesidad de pararme y reflexionar sobre lo ocurrido.

Comenzaré por el asombro: siempre he mantenido que los y las docentes tenemos una camaleónica capacidad de adaptación al medio, a menudo hostil, en el que se desarrolla nuestra actividad educativa; personalmente, en 36 años de profesión, mi sistema inmunitario docente ha desarrollado anticuerpos (por utilizar expresiones muy del momento) para adaptarse a siete leyes educativas y se librará por los pelos de tener que adaptarse a la octava. La respuesta que el profesorado ha sido capaz de dar a la nueva situación, confirma mi certeza y ha superado mis expectativas; con aciertos y errores ha sido una reacción inmediata, generalizada, creativa y, sobre todo, ha ido por delante de la administración que gestiona el sistema, de forma que, en muchas ocasiones, nos hemos debatido entre la consciencia profesional de lo que era necesario hacer y lo que nos mandaban hacer para justificar lo que ya justificaba nuestra propia acción docente.

La educación confinada ha puesto en cuestión términos tan generalizados como falaces y ha evidenciado la impostura  de conceptos como el de nativos digitales (y su opuesto, inmigrantes digitales), esa feliz idea que desarrolla Marc Prensky en “La muerte del mando y del control” y que es tan oportuna como incierta porque a esos autóctonos de la era digital se les atribuyen unas competencias innatas como si se tratara de poderes mágicos que no poseen. La tecnología que impregna nuestra vida y muta permanentemente no depende de la fecha de nacimiento sino de la competencia personal y del contexto socio-cultural en el que se desarrolla ni está condicionada por la generación (sea millennial, z o –como yo mismo- baby boomer) sino por la educación, la economía, la zona geográfica, la familia y todas las circunstancias que queramos añadir al entorno de cada individuo. Su evolución imparable no conoce de nativos ni de inmigrantes y sí de peregrinos digitales hacia una competencia que, como la utopía, sirve para caminar, pues “Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá”, como contaba Galeano citando a Fernando Birri. Hacia un concepto mucho más amplio, el de ciudadanía digital, que posa su mirada en los derechos constitucionales y humanos más que en las cosas y las transacciones comerciales y de datos personales.

La inesperada expansión de la pandemia encontró a cada centro, a cada docente y a cada alumno o alumna en su desprevenida circunstancia personal, exactamente igual que a sus familias, empresas, entidades e instituciones o gobiernos u organizaciones supranacionales; los profetas a posteriori no sirven de nada y, salvo algún caso en el que la previsión, la capacidad de liderazgo y la intuición de algún centro preparó un plan de contingencia durante los días previos al confinamiento, en la mayoría de los casos nos debatimos entre la sorpresa, la impotencia, la improvisación y, también, el acierto, claro que sí, porque se inició un proceso de inteligencia colectiva docente que pretendía dar soluciones inmediatas de forma que, el mismo lunes 16 de marzo buena parte del  alumnado había recibido indicaciones acerca de cómo seguir, en muchas ocasiones improvisadas y necesitadas de una reconducción que ha llegado con el paso del tiempo; certeras en otras muchas, fruto de la experiencia y del saber hacer. Obviamente, aquellos centros o docentes que habían incorporado la nube digital a su práctica docente tenían en sus manos parte de la solución al problema: un alumnado con experiencia de uso, el diagnóstico de quiénes tenían carencias de acceso y las soluciones ya implementadas para paliar esas carencias, únicamente les faltaba la cuarta pata, y esa no la proporciona la tecnología sino la empatía pedagógica. Quienes en el peregrinaje digital docente encontraron en su día acomodo en el uso más o menos esporádico de algunas aplicaciones en el aula de informática (lo que abunda en la futilidad del modelo) o quienes mantuvieron sus reticencias al uso educativo de la tecnología encontraron más problemas que soluciones y la necesidad impuesta o autoimpuesta de cambiar la forma de actuar. 

Hablar de competencia digital nos lleva a reflexionar en tres ámbitos de desarrollo que se han demostrado concomitantes durante estos meses: la del alumnado, la del profesorado y la del centro.

La competencia digital del alumnado debería de haber sido una referencia del sistema educativo español, junto con las restantes competencias básicas o clave, desde el año 2006, cuando el Anexo I del Real Decreto 1513/2006 las incorporó al currículo; sin embargo nunca ha estado plenamente desarrollada, aunque ha vivido tiempos mejores. Recordemos que Aragón fue pionera en el desarrollo del programa “Escuela 2.0”, generalizado en España en el año 2009, y que con el nombre de “Pizarra digital” (cuyos datos pueden verse en “Las TIC en la educación aragonesa: del programa Pizarra Digital a la Escuela 2.0”, un artículo del entonces jefe de servicio Javier Lerendegui) se incorporó a las aulas aragonesas entre 2005 y 2010, con un nivel de éxito más que apreciable según se desprende del “Informe de evaluación del programa Pizarra Digital en Aragón[i]. Recordemos también que el 4 de abril de 2012, Montserrat Gormendio, secretaria de estado de la cosa educativa que entonces comandaba el ministro Wert, suprimía de un plumazo el programa Escuela 2.0 y el modelo uno a uno (cada estudiante con un dispositivo), causando un daño a la competencia digital del alumnado que sólo hoy y en las actuales circunstancias seremos capaces de valorar en su justa medida.

Aquel esfuerzo de formación, de equipamientos y del propio profesorado implicado no encontró un relevo adecuado, decayó la capacitación tecnológica del profesorado y no se encontraron las vías adecuadas para recuperar un equipamiento que va quedando obsoleto. Hay soluciones a la obsolescencia tecnológica: todos los equipos en buen estado de conservación de “Escuela 2.0” y los de las tres últimas tandas de “Pizarra Digital” son recuperables mediante la instalación de software libre dentro de la convocatoria “Vitalinux” o por otros medios, aunque para eso habría que arbitrar medidas por parte de la administración que permitan la normalización de esos equipos por parte del servicio de mantenimiento;  potenciar la sustitución de los libros de texto por dispositivos digitales, y sobre todo, la incorporación a las aulas de equipos propios del alumnado (BYOD, "bring your own device") a la que, hasta ahora, el profesorado se ha mostrado reticente (pero que se ha demostrado eficaz durante una crisis en la que los dispositivos personales han sido la herramienta determinante) y estableciendo mecanismos de compensación para garantizar la equidad con el alumnado que no disponga de medios, bien mediante préstamo por parte del centro bien mediante ayudas.

Pero hablar de competencia digital del alumnado no es hablar de equipamientos o infraestructuras si no es como factores coadyuvantes, es perfilar un desarrollo competencial basado no en herramientas como tales sino como propiciadoras del acceso y procesamiento de una información significativa, pertinente y veraz; conocer la gramática del entorno comunicativo digital con sus componentes gráfico, audiovisual, textual…;  resolver problemas con la mediación de la tecnología; crear contenidos de forma colaborativa y solidaria, y todo un componente emocional que va desde el conocimiento de los riesgos al uso responsable y convivencial, pasando por su faceta ciudadana conformada por derechos y deberes.

El marco común de la competencia digital docente comenzó a articularse en 2012, y ahí sigue esperando a que, como ahora, el sistema educativo requiera profesionales a los que la competencia digital se les exija como requisito indispensable para poder ejercer la docencia. Ha sido encomiable el esfuerzo que ha hecho el profesorado por encontrar las herramientas adecuadas para poder ejercer su trabajo; también lo ha sido el desarrollado por los más competentes para acompañar y formar a sus colegas en esas herramientas imprescindibles, pero se hace necesaria una formación metodológica que va mucho más allá de las propias utilidades, centrada en su uso didáctico y en cómo conectar empáticamente con el alumnado a través de ellas. A la postre, un aula virtual no es más que un repositorio de instrucciones y materiales en el que, a modo de torno de convento, unos dejan y otros toman, pero a ambos lados del torno y a diferencia del mismo, debe haber comunicación completa y eso también forma parte de la competencia del docente, al que nunca sustituirán las máquinas porque carecen de empatía. Es preciso reconocer, y espero que la administración educativa y la sociedad también lo hagan, que los y las docentes han suplido sus carencias digitales con generosidad personal en forma de tiempo, exponiendo su privacidad a alumnado y a las familias a quienes han proporcionado sus teléfonos privados  y utilizando sus propios dispositivos, conexiones, energía (eléctrica, además de la personal) o, en no pocos casos, adquiriéndolos ex profeso. Héroes han sido quienes han estado en contacto con la enfermedad asumiendo riesgos personales, el profesorado ha sido solidario con la situación general y mantener el pulso educativo ha sido su contribución.

Los entornos personales de aprendizaje que, entre otros, desarrollaron Adell y Castañeda deben formar parte del expediente personal del alumnado, del perfil de cada docente y del plan tecnológico de cada centro, de forma que haya una línea personal en cada uno de los estamentos, pero que los tres estén vinculados por un hilo conductor común que se va construyendo a medida que esos PLE se desarrollan y maduran acompañando a la maduración personal, profesional y colectiva.

De organizaciones educativas digitalmente competentes se comenzó a hablar hace tiempo, y fue en 2015 cuando se creó su marco común europeo; pese a ello son pocos los centros educativos que se han evaluado como tales. La realidad dice que los planes de integración están arrinconados, obsoletos y, en muchos casos, la competencia digital del centro se construye mediante una aritmética individual de quien hace menos quien no hace. Pero no siempre quien hace, suma, dado que los equipos docentes han de alcanzar acuerdos para utilizar herramientas unificadas si queremos que el kit básico del alumnado no se convierta en un cajón de sastre para familias donde el hijo de tercero usa algo totalmente diferente para la misma función que la hija de quinto.

Y es que en equipo se trabaja mejor y las decisiones son más coherentes, más creativas y más ricas; los equipos que suman son capaces de llegar a tal grado de concreción que consiguen, por poner casos reales, coordinar todas las tareas que  tiene que hacer un mismo alumno con varios docentes, sin saturaciones; conseguir que a las dos hermanas de distintos cursos no les coincidan las vídeo-conferencias; centralizar todas las descargas y entregas con el mismo formato, en el mismo lugar e, incluso en un solo paquete, o conocer las circunstancias de cada familia en cada momento; detectar los problemas con éste o aquélla docente, sean generalizados o puntuales y responder a ellos con prontitud, y sobre todo, marcar la línea pedagógica de unas tareas que han de ser más manipulativas y constructivas y menos repetitivas.

Equipos que han establecido de forma tan espontánea como eficiente una red construida de generosidad compartida, cimentada en el poder de las ideas aplicadas a realidades y edificando un fuerte entramado de inteligencia colectiva entre centros solidarios.

Hablar de brecha digital, es hablar de mucho y de nada, porque la brecha digital no existe como tal sino asociada a otras fracturas de índole social, cultural, económica, ideológica, geográfica y, en el caso que nos ocupa, educativa. La competencia digital va por barrios y su distribución geográfica no es la misma en entornos  jóvenes o demográficamente envejecidos, ricos o pobres, rurales o urbanos. Además, un niño y una niña, del mismo centro educativo, barrio o localidad y nivel socio-económico pueden estar separados por una enorme brecha digital en función de la actitud que su profesorado tenga respecto a una competencia digital que debería ser inherente a su perfil profesional, lo mismo que ocurre con la lingüística o la matemática.

A este universo competencial, todavía se añaden dos conceptos más: el de familias digitalmente competentes y el de comunidades educativas socialmente cohesionadas. Jamás ha sido tan estrecha la simbiosis entre familia y escuela como en este periodo de educación confinada y lo extraordinario del caso es que unas y otros hayamos tardado tanto en darnos cuenta de lo que nos necesitamos y de lo que podemos llegar a querernos; la competencia digital familiar ha permitido el mantenimiento de la actividad educativa en las mejores condiciones posibles y han sido muchos los casos en los que el profesorado ha encontrado la manera de formar a las familias en los aspectos básicos requeridos para normalizar la excepción. La disponibilidad de medios para la comunicación y la colaboración ha sido prioritaria y el territorio en la que se han encontrado los esfuerzos de centros que han repartido sus equipos disponibles, administraciones locales o comarcales -para las que su ciudadanía está por encima de sus competencias propias- que han adquirido equipos y conexiones; entidades y particulares que los han donado a través de iniciativas como “frena la curva”, servicios como los sociales, correos, agentes de la naturaleza o de la guardia civil, panaderos ambulantes y hasta moteros sin fronteras que han hecho de emisarios para distribuir equipamientos o, en el peor de los casos, materiales fotocopiados, construyendo así un sistema de esfuerzos solidarios en el que, con la ayuda de todos, se ha paliado una situación compleja (ver, por ejemplo, https://wp.catedu.es/escuelaruralencasa/).

En una de las primeras publicaciones que hemos compartido durante estos días de trabajo recluido, proponíamos nueve procesos facilitadores del aprendizaje en casa que, como docentes y como equipos, podíamos seguir para afrontar el teletrabajo docente y que se resumen en otras tantas palabras clave: organización, reflexión, coordinación, flexibilidad, empatía, comunicación, proyección, diseño, acompañamiento y evaluación.

Si este tiempo de educación en casa y desde casa ha servido para que pongamos al alumnado por encima del currículo, la adquisición de competencias sobre los contenidos, el desarrollo del pensamiento sobre la memorización, la creatividad sobre la repetición, la emoción sobre la reproducción…  usando los medios disponibles, entre ellos los tecnológicos, pero también los humanos, comunitarios o familiares,  habremos dado un gran paso en la transformación de un sistema educativo que debe adaptarse a una sociedad cada vez más líquida en un futuro que no solo es imperfecto sino también indefinido.

Como si de la moraleja de una fábula se tratara, nunca antes las tecnologías de la información y de la comunicación en el ámbito educativo, reforzaron tanto su apellido comunicativo ni se habían humanizado tanto que, siendo las mismas, parecían otras, no ya las eternas aspirantes veleidosas a vehicular aprendizaje y conocimiento sino que casi alcanzaron el sueño de acompañar al empoderamiento y la participación. Una lección bien aprendida que sería deseable no olvidar a la semana siguiente, como tantas otras.


 


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